Meg White: el edén y la ruina
Era el año de 2003 cuando The White Stripes lanzó su cuarto álbum de estudio, Elephant, el cual se convirtió en un éxito rotundo. Para mí, ese disco significó el edén pero también la ruina. El sonido potente en las manos de Jack White y lo sobrio en la interpretación de la batería me atraparon al instante; pero lejos de esa impresión, lo que me cautivó fue el esplendor de Meg White. Ella se transformó, en el mejor de los casos, en Daisy de Gatsby y en los peores en Lolita de Humbert Humbert; y aunque estos son personajes de ficción, comparto con ellos una lacerante realidad: lo inalcanzable de un amor.
No fue la albura de su piel ni su apariencia juvenil lo que me sedujo, sino el enigma detrás de su persona. Mi idilio vivía en la imposibilidad e incluso en lo incomprensible. Jack White acaparaba los reflectores y como un libro abierto hablaba con desmesura de sus orígenes, influencias, proceso creativo y un sinfín de temas; y Meg como un ente ajeno, se reservaba todo. Podía buscar datos en el incipiente mundo digital, pero éstos en su inutilidad no decían nada. Quería descifrar lo indescifrable: su sentir y pesar, aquello que la alegraba y también sus penas. No sobra decirlo, pero jamás logré desentrañar el misterio.
Fui tan sólo un espectador a la deriva, uno entre los millones de fanáticos; para mí ella era única, sin embargo, mi presencia en su vida era inexistente. En ocasiones perfilaba futuros hipotéticos donde el talento o la fortuna me llevará al éxito, y así cumplir mi sueño; el primero jamás lo tuve, la segunda nunca llegó. El peso del tiempo abatió mis anhelos, diluyéndolos con el rigor de la realidad; pero no sólo éstos desaparecieron y también, para mi desgracia, el perfil de Meg White. Hoy es una efigie la cual sobrevive a través de imágenes fugaces, simples retazos del pasado. Esto es resultado de la separación de The White Stripes que significó el ascenso de uno y el declive de otra; y de esta (maldita) suerte, Meg White se esfumó del presente para sólo vivir en los recuerdos.
Ahora persiste una sola pregunta, ¿Qué ha sido de Meg White?; ésta se responde con una infinidad de verdades a medias sin una certeza. La impotencia en su máximo esplendor: gozar de información inagotable en el mundo digital, sin embargo, la referencia imprescindible falta. El Dios omnisciente, el Internet, mintió y carece del conocimiento absoluto; quebrantó la vida privada pero no el de las consciencias. Esa valía la conservó Meg y son lejanos aquellos días donde paisajes extraídos de la imaginación eran verosímiles; caminar de la mano por las calles de Detriot, alojarnos en el Hotel Yorba o que ella llorara en mi hombro al son de “White Moon”, son situaciones imposibles e irrisorias.
En perspectiva, poco queda del chico que sentía infringir las leyes de la moral y las buenas costumbres con su playera del disco Get Behind Me Satan; portaba soberbiamente, en las calles de un pueblo católico y mojigato, la camiseta de tonos oscuros y crucifijos, en busca de desafiar lo común. Ingenuamente lo creía, pero detrás de esa convicción había amor. No obstante, se agotó la vitalidad y el ímpetu de mi juventud y contemplo a esa época como ajena; la tempestad de las circunstancias arrasó con casi todo, excepto con mi devoción por Meg White y con el disco compacto de Elephant el cual inició todo. Éstos, en tiempos digitales y de relaciones escurridizas, parecen obsoletos.
En esta serie de circunstancias que son la vida, tan sólo algunas definen el rumbo de un hombre; en mi caso, una de ellas, fue sintonizar “Seven Nation Army” en el ayer. El disco Elephant forjó mis gustos musicales, preferencias culturales, vestimenta y, en un contexto amplio, mis relaciones interpersonales. Esa suerte incluye al infortunio, es decir, aquella melodía transformó mi existencia pero asimismo me reveló la imposibilidad de un amor.
Idealicé por años a Meg White y no puedo figurarla en un entorno negativo, sino en uno dichoso; la imagino en una embarcación recorriendo un mar placentero llevándola lejos del insoportable universo de la fama. Desde mi cubículo laboral la noche llegó, el disco Elephant dejó de sonar y es momento de partir; el viento escasea en tiempo de canícula, sin embargo, la limitada brisa se lleva las últimas palabras que tengo para ti, Meg, por si un día la fortuna toca a mi puerta y lees estas letras pensadas en ti: I don’t care what other people say. I’m going to love you, anyway. Come to me again in the cold, cold night.