Descubrí la narrativa de Banana Yoshimoto en la circunstancia propicia: hace unos años en el momento que un mar de inquietudes turbaron mi espíritu mozo; esas contrariedades pueriles traducidas en rupturas amorosas, en la búsqueda de una identidad o el desconcierto frente a la vida originaron un desconsuelo mordaz en mí. En aquella época ese dolor me pareció propio pero las obras de la escritora japonesa, en especial Recuerdos de un callejón sin salida y Kitchen, vislumbraron todo lo contrario: el dolor es universal y cada quien lo afronta a su manera. Así cuando supe de Lagartija, su nuevo libro, lo compré decididamente; y aunque dicho volumen reincide en la temática de sus homólogos, sentí una distancia abismal al leerlo.
Esa lejanía, con una de mis escritoras favoritas, germinó en el paso del tiempo: el adolescente contemplativo desapareció. Mientras en el ayer atesoraba cierto margen de error para ir descubriendo el mundo, ahora la realidad se presenta autoritaria y sin preámbulos: los problemas intangibles de la juventud evolucionaron en unos reales, éstos tan característicos de la vida adulta. Ya no busco esperanza, reiterada en la obra de Yoshimoto, sino respuestas ante el desempleo, las agotadoras jornadas laborales, lo irracional de los impuestos o un sinfín de ideas que nunca imaginé plasmarlas en papel.
Pero el distanciamiento con la escritora nipona en sí tiene poco de singular. Su obra así como otras expresiones artísticas las cuales representaron mis creencias y sentir me son ajenas actualmente y en el pasado, contiguas: el estridente e impugnador grunge cedió ante la música instrumental y de relajación, los melodramas cinematográficos y los documentales se esfumaron frente al cine de entretenimiento y la literatura introspectiva se empequeñeció en contraposición de la ensayística. Así se entiende que después de un día agotador, prefiero escuchar un nocturno que Yield de Pearl Jam o ver cualquier comedia a Réquiem por un sueño. Intenté frenar dicha inercia, sin embargo, no se puede combatir al inexorable paso del tiempo y los cambios que acarrea.
Tras esta transformación, la narrativa de Banana Yoshimoto adquirió otro matiz: ahora comprendo la melancolía hacia el pasado, usual en los personajes de la escritora nipona. Así como ellos, extraño algo remoto; en mi caso: el ocio, las horas muertas, la meditación; o en otras palabras: tiempo para mí que en este momento desperdicio en causas ajenas. Pero si algo aprendí de las obras de Yoshimoto fue a visualizar al pasado a modo de recuerdo, con el fin de adaptarme a las circunstancias y sobrevivir a los “callejones sin salida”. Poseo un vago recuerdo del que fui cuando leí por primera vez a Banana Yoshimoto y una frase de la misma autora, incluida en Lagartija, refleja mi sentir actual: “Me entran ganas de abrazar a la persona que era yo en aquella época. No sé por qué”. Ceñirlo y dejarlo ir. Aceptar irremediablemente la cruda realidad: mi juventud ha expirado.