Si hay un punto de partida formal para entender el universo Brian Jonestown Massacre —más allá de demos, EPs y grabaciones erráticas— es Methodrone (1995). Un álbum que no solo capturó a la banda en su fase más intoxicada de shoegaze y psicodelia lenta, sino que dejó un molde claro de lo que sería su ADN sonoro: guitarras brumosas, drones eternos, voces fantasmales y un pulso hipnótico que parece suspender el tiempo.
Methodrone vive en ese espacio donde Ride, Spacemen 3 y My Bloody Valentine ya habían abierto camino, pero BJM lo llevó a otro lugar: menos perfeccionista, menos “producido”, más humano, más sucio, más espiritual. Es un disco que no busca claridad, sino niebla. Las canciones se arrastran como humo en un cuarto cerrado: repetitivas, largas, insistentes, casi rituales. No hay urgencia —hay trance.
Dentro de la discografía inmensa y caprichosa de Anton Newcombe, Methodrone funciona como un pilar. No solo por fecha, sino por esencia: aquí están las semillas de su manera de grabar, de girar, de vivir la música como un estado mental antes que como una carrera. Después vendrían los giros al folk sesentero, a la psicodelia garage y al kraut, pero la densidad emocional de Methodrone es la que le dio al proyecto su tono de culto.
Tres décadas después, el álbum no suena veterano ni desactualizado; su desgaste es parte del encanto. Methodrone sigue siendo el mapa de entrada obligado para entender por qué Brian Jonestown Massacre no es solo una banda, sino una forma específica de habitar la música: con repetición, con fe y con la certeza de que el ruido lento también puede ser una religión.
